Cuento de Navidad

Luis anduvo recto por la tienda buscando un árbol de Navidad. Observó todos los que había expuestos: unos eran pequeños, del tamaño de un marco de fotos; otros eran robustos, de la altura de una persona adulta. Había algunos más verdosos y los había más amarillentos. Pero todos eran abetos preciosos. Salvo uno: el que se llevó Luis.
Cuando llegó a su casa, lo sacó de su caja, lo montó en el salón y se sentó en el sofá a observarlo detenidamente. El árbol era algo bajo, de un tono verde pistacho. Se las daba de abeto. Con las ramas largas, algo calvas y apretadas por estar preso. Quedaba mejor al adornarlo. Su nuevo hogar, al que se mudó tras emanciparse, ya no era tan soso y solitario. Luis empezó a vivir.
El árbol se puso durante años por Navidad. El pequeño abeto vio como Luis conseguía su primer trabajo esa misma semana. Al año siguiente, comprobó que había invitado a casa a una mujer, morena, de ojos verdes. Se refería a ella como Clara. Cinco después, esa amistad se convertía en un noviazgo. La casa se les quedaba pequeña. Dos años más tarde, el abeto reconocía a una persona corriendo de un lado a otro. Una niña pasaba sus deditos por las ramas. Noa, le llamaban tiernamente.
Pasaron cuatro más, y el arbolito fue testigo de cómo la familia de Luis y de Clara se reunía en casa, hablando, cantando y tomando champán en Nochebuena. Otros, Champín.
Siete años. El árbol no podrá iluminar ese día. Luis pasa llorando frente al pequeño abeto. Su madre había fallecido, comenta Clara por teléfono a alguien. El abeto se tornó gris. La Navidad fue silencio.
Seis más tarde, el árbol, algo desgastado y con ramas rotas, mira a Noa, quien ha invitado a su primera novia a cenar. El tiempo también crea arrugas por la cara de Luis, que no evita su felicidad. Quince años después, el abeto recibe en Nochevieja a Noa, su esposa y su hijo. Los ve marcharse a las cinco horas, tras las estridentes campanadas. Y a Luis y Clara abrazarse un año más. El árbol, incoloro y anciano, parece agitarse de alegría. Luis lo mira y sonríe. Y recuerda el día en el que se lo llevó a casa. A un comienzo nuevo.
El lector puede pensar que un árbol de Navidad es un objeto sin importancia, simple. Pero, al igual que una casa, un libro o una foto, hay cosas que almacenan nuestros recuerdos más preciados. Todos tenemos objetos que llevan consigo experiencias. Cosas que al tenerlas entre las manos o al verlas en un momento especial, parece que saludan. El poeta romano Marcial dijo: “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”. Y Luis empezó a vivir otra vez.
Dani Vivar

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